Un régimen monárquico no puede ser considerado, bajo ningún pretexto, como una democracia. Resulta superfluo que se haya asentado en el Reino Unido, Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Suecia o España.

ESTE ERA UNO DE LOS MENSAJES PODEMITAS ALLÁ POR 2013. HOY, COMO SON SABIOS, HAN RECTIFICADO

No puede justificarse con argumentos sólidos la pervivencia de esa institución, cuyo origen radica en la violencia armada, personalista, inservible y corrupta.

Un demócrata no puede defender una Constitución que permite delinquir al monarca y otorgarle una impunidad absoluta para la comisión de crímenes de toda clase.

Juan Carlos de Borbón, supo explotar hasta el máximo esa norma, perpetrando delitos de variada índole.

El ejército español, que reconoce a ese delincuente en potencia como su Jefe, fue educado desde 1939 en el respeto y reconocimiento a un criminal neofascista, que encabezó un golpe de estado militar en el que murieron más de un millón de personas, además de los cientos de miles ejecutados sin proceso legítimo y enterrados en fosas comunes, en tanto la represión y condenas a muerte por motivos ideológicos llegó hasta más allá del fallecimiento del dictador.

Nada o poco ha cambiado en las academias del ejército a la hora de repasar las enseñanzas que reciben los cadetes y aspirantes a formar parte de las Fuerzas Armadas, como también ocurre  en la Guardia Civil y la Policía Nacional, aunque los Mossos de Esquadra y los futuros miembros de la Ertzaina, reciban una formación algo más cercana, pero siempre alejada, del respeto que merece la población, de la que son servidores y no verdugos.

De la Iglesia Católica española no merece gastar ni siquiera un minuto para recordar su talante conservador y criminal.

Durante cientos de años su misión evangélica se ha distinguido por su extrema crueldad (pregunten en México, Perú o Cuba), su obediencia a los dictadores más sangrientos y la pederastia galopante en seminarios, centros de formación espiritual, colegios de diversas congregaciones religiosas, sacristías y otros establecimientos. Me olvidaba de los confesionarios, donde existía una cierta privacidad.

El Poder Judicial es una gran familia en la que los apellidos se repiten por obra y gracia del nepotismo y el amiguismo rampantes. Sucede con la misma frecuencia que en los bufetes de abogados, en las notarías y consultas de odontólogos.

Las elecciones en el Consejo General del Poder Judicial siguen unas normas por las que la independencia de ese organismo, respecto del poder ejecutivo, es tanta como la que detenta Cataluña del estado español. Veamos los porqués.

La Constitución borbónica determina en uno de sus artículos que ese Consejo estaría compuesto por 20 miembros y un Presidente que, a su vez, será designado como la máxima autoridad del Tribunal Supremo.

¿Y cómo se eligen los miembros? Pues sencillamente mediante una ley orgánica que fue modificada en 2001, en la que se precisa que 12 de sus miembros/as deben ser jueces o magistrados.

Una precisión que considero necesaria, aunque en mi opinión cabría la posibilidad de que alguno/a pudiera pertenecer al ramo de la sanidad, como un médico u un/a psiquiatra, un fontanero/a (por aquello de tener vigiladas las cloacas del estado) o un/a catedrático en derecho constitucional comparado.

Lo chusco radica en que los partidos mayoritarios colocan a sus favoritos, cuya tendencia siempre complacerá a quienes le han elegido. La separación de poderes se tambalea.

Bajo un escenario como el descrito, ni existe estado de derecho, ni democracia alguna, ni separación de poderes.

Lo que tenemos es, sencillamente, un régimen que sigue despidiendo hedor neofranquista, ribeteado con ornatos sufragistas, para que cada equis tiempo la población acuda a las urnas, aunque en la mayor parte de las ocasiones, más de un 30% de la ciudadanía opta por quedarse en casa.

Sepa el lector/a que, por ejemplo, los/as diputados suecos no disfrutan de los beneficios que tienen sus homólogos españoles.

Carecen de ayudas, franquicias e indemnizaciones por gastos indispensables para el cumplimiento de su función, ni disfrutan de los gastos de transporte en medio público (avión, tren, automóvil o barco) ni de una tarjeta personalizada por valor de 3 mil euros anuales, para viajar en taxi por los Madriles.

Y naturalmente, para que sus señorías puedan sentirse como en casa, mientras hablan los abascales de turno (ya sea Margarita Robles o Pablo Casado) se les facilita una tablet (para que jueguen al parchís o al mus) y un teléfono móvil, más casi dos mil euros mensuales si las señorías residen fuera de Madrid.

Lo lamentable sigue siendo que los partidos políticos y sus diputados vivan con ese lujo y holgura económica, gracias al dinero que todos/as abonamos a la hacienda pública.

Hasta otro día y feliz domingo